En el aeropuerto internacional de la ciudad de Nadi soy el único al que no le espera un cartel con el nombre escrito o una lujosa furgoneta negra. Mi trasnochada mochila a la espalda me delata, el resto empujan maletas de diseño. Al principio me siento un tanto desubicado, como si fuera un sibarita aristócrata durmiendo en un polvoriento hostal en Bangkok, pero al revés. Creo que es de sobra conocidos por todos: Fiyi
es un destino caro y exclusivo al alcance de pocos. Tan solo el precio del billete desde Europa puede representar el presupuesto de unas vacaciones familiares.

Además, el turismo de Fiyi ofrece fundamentalmente
resorts de lujo en el modo ‘todo incluido’.
En mi caso, fiel a mi naturaleza -y presupuesto- mochilero, voy a abordar el país desde otra perspectiva más terrenal, en el sentido más literal de la palabra. Como todo en esta vida, tiene sus pros y sus contras: no disfrutaré de los jacuzzis con vistas al mar, de los champús de marcas francesas y de los desayunos infinitos tipo bufet, pero quizás podré sumergirme más en la cultura local, conocer de una manera más sincera el país y vivir alguna que otra aventura, que al final se trata de eso.

Mi primer destino es Nadi. Esta ciudad al oeste de la isla principal de Fiyi opera como punto de salida marítima hacia los archipiélagos de Mamanuca y Yawasa, donde se concentran la gran mayoría de complejos hoteleros. Estos dos grupos de islas encarnan el non plus ultra de los destinos de lujo y playa: islas privadas con aguas cristalinas, hoteles con forma de cabañas que levitan sobre el mar, corales de arrecife rebosantes de pececitos de colores, vinos franceses y cuencos con frutas exóticas sobre una cama king size.

Lo primero que me llama la atención es el gran número de personas de origen hindú que viven en el país. Representan el 40% de la población total, según el último censo. Fueron movilizados por los gobernantes coloniales británicos desde la India a finales del siglo XIX, para trabajar en las extensas y lucrativas plantaciones de caña de azúcar. Entablamos conversación con un taxista. A pesar de que nunca ha viajado a la India siente un profundo nexo con este país. Se expresa en hindi fiyiano, practica el hinduismo y físicamente podría ser un ciudadano de Calcuta: luce un generoso bigote, piel oscura y camisa de manga corta con corte noventero.

El mercado local y la zona franca de tiendas comerciales son los otros atractivos de la ciudad. El puerto -concebido por y para los turistas- es una moderna marina con tiendas de moda, restaurantes elegantes y una plaza donde realizan shows en directo. Nos dirigimos a la zona de venta de tickets. Primer problema: en muchas de estas islas tan solo hay resorts de 1.000 euros por persona y día. Es más, te solicitan tener la reserva efectuada para poder viajar. No nos desalentamos, siempre hay un plan B, eso es algo que cualquier aventurero no debe olvidar jamás. Luego de varias pesquisas y hablar con diferentes personas, encontramos un ferry que para en una isla donde hay un pequeño hostal a un precio más que razonable. Sin dudar nos lanzamos a esta propuesta.

El trayecto de una hora y media va dejando pasajeros en algunas islas. El espectáculo es alucinante: islas circulares que parecen haber sido diseñadas con photoshop, aguas turquesas, resorts a pie de mar, muelles de madera decorados con telas blancas de nailon y antorchas. En fin, el paraíso…

Nuestro destino es isla de Mana, en medio del archipiélago de Mamanuca. Desde el barco debemos coger otra lancha que nos acerca a una hermosa playa de arena blanca. Frente a ella, a unos 20 metros, se levanta el Ratu Kinis Backpackers, nuestro hogar por los siguientes cinco días. Se trata de unas austeras casas prefabricadas. Detrás, en segunda línea, hay una pequeña aldea donde viven unas 100 familias. El lugar no está limpio, hay restos de plásticos y comida en los alrededores, pero las zonas del hotel y la playa están medianamente bien. Pagamos unos 60 euros por persona y día, con desayuno y actividades de ocio incluidas.

Sin lugar a dudas lo mejor está bajo el mar: cientos de metros de coral multicolor. Las playas invitan a ser conquistadas con un buen libro y una bebida fría. También puedes practicar deportes acuáticos, como esquí, windsurf o submarinismo, caminar por senderos naturales para contemplar otras playas, y ver las incomparables puestas de sol. Desde la costa se otean en la lejanía otros islotes; en el crepúsculo, durante unos instantes, todo parece estar bañado en un azul metálico imposible.

para la televisión de Reino Unido. En su interior hay caminos asfaltados que llevan a amplias cabañas con jacuzzi, todo está enmoquetado de césped, los desplazamientos son en carritos de minigolf y abundan los trabajadores equipados con uniforme de pantalón corto y polo a juego saludando y sonriendo a todo aquel que se les cruza. El lugar está muy bien cuidado y es rabiosamente fotogénico -no cabe duda-, pero las playas, el fondo marino, los paseos en barca, las excursiones y las puestas de sol son exactamente las mismas que las nuestras.